«El mar, imprescindible en la pintura»

El 11 de noviembre de 1949, Roko salió como de costumbre a pintar en los roqueríos, específicamente en el sector del puente Los Piqueros, en Concón, en un sitio conocido entonces como la bajada de los negros. Los testigos de entonces señalaron que Roko iba alegre y animoso, a trancos largos, tal vez con algún recuerdo de la costa dálmata en su corazón. Esa mañana debió dejar en un sitio abrigado la pesada caja y salir a reconocer el lugar, desde donde miraría bullir el oleaje contra las rocas –porque Roko no pintaba esas marinas románticas, con veleritos caprichosos danzando sobre las olas iluminadas; sentía el mar en libertad, prefería la furia de las espumas lanzadas contra las bastillas graníticas a la tranquilidad del horizonte-. Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió pero aquel luminoso día, el mar recibió a Roko Matjasic para siempre. El artista croata avecindado en Valparaíso desapareció y solo se encontraron su abrigo, su caja de pinceles y su caballete entre los roqueríos”.
Decidí abrir esta presentación haciendo una cita del libro “La Generación Porteña”, que tuve el honor de escribir hace algunos años en conjunto con mi amigo Carlos Lastarria Hermosilla, excurador de este museo. Y elegí este párrafo acerca de la enigmática desaparición del artista de aquella generación, Roko Matjiasic, mientras pintaba frente al océano, tal vez porque de alguna manera me inspira una imagen intensa de aquella estrecha relación que han tenido los artistas con el mar.
No diremos que Roko Matjiasic fue el último que pintó el mar, ni mucho menos, pero de alguna manera representa, al menos para mí, a aquella generación de artistas que agarraban su caballete, sus croquis y sus pinceles, y salían a pintar in situ el paisaje del litoral, en plena calma, al atardecer o en la bravura de la tormenta. De eso queda poco. En la pintura contemporánea el mar como paisaje ha ido desapareciendo, a partir de la segunda mitad del siglo XX, y la pintura in situ es también una forma cada vez menos explorada de crear. Por eso podríamos, arbitrariamente, establecer esto como un punto de llegada, un lugar y un espacio donde desemboca la amplia, profunda y riquísima tradición del mar como tema en la pintura.
Temática ineludible de la pintura del siglo XIX, prueba de fuego para los grandes maestros, inspirador de lo que hoy llamaríamos subgéneros —como las marinas, las batallas navales y los puertos—, y refugio para los espíritus sensibles, el mar es un elemento imprescindible en la historia del arte universal, a partir del cual nacieron incluso escuelas y tendencias y se articularon generaciones completas de artistas.
En esta historia, Valparaíso, como puerto y como litoral, ha tenido un rol protagónico. Los grandes precursores de la pintura en Chile –Somerscales, Rugendas—, así como los cuatro grandes maestros de la pintura chilena, pintaron en estas costas: la actividad del puerto, la silueta de la bahía, el mar embravecido o calmo, las naves, los habitantes. Muchos otros siguieron su huella, inspirados por la particular geografía de nuestra bahía y también por el territorio humano que rodea al Puerto. Así, aparecieron en las telas los pescadores, cargadores, lancheros, y poco a poco, a medida que la pintura se fue internando en la ciudad, en los cerros, en la intimidad de las casas, el mar fue adquiriendo el rol de un personaje impasible, delineando siempre el horizonte y la distancia del paisaje.
Otros puertos, como el nuestro, han inspirado asimismo a los artistas. Venecia, Buenos Aires, Londres, Hamburgo y tantos más alrededor del mundo fueron retratados por maestros fascinados por la magia particular de cada bahía.
De este universo amplio y casi inabarcable, el Museo Municipal de Bellas Artes de Valparaíso, posee una valiosa y asombrosa colección, integrada tanto por las obras de los maestros chilenos como por aquellas que pertenecen a su preciosa colección de pintura europea.
Inmersas, como estas obras, en un guion curatorial de mayor amplitud, dentro del museo, a veces puede pasar desapercibida para nosotros, los espectadores. La importancia del mar como tema en la pintura que forma parte de esta pinacoteca. Y por ello se agradece el esfuerzo realizado a través de este libro que presentamos hoy, “El mar, imprescindible en la pintura”, pues nos propone una narrativa particular, que nos guía a través de un océano de obras para fijarnos solo en aquellas que han nacido, precisamente, gracias al mar.
Dividido en cuatro secciones, este libro nos presenta aquellos cuatro “subgéneros” de los que hablaba anteriormente, al momento de referirnos a la pintura inspirada en el mar: “Mares y océanos”, lo que habitualmente llamaríamos “marinas”, donde el paisaje natural se impone ya sea en su templanza o en la bravura del oleaje –probablemente lo más atractivo de retratar para un pintor in situ-; “Embarcaciones”, que abarca un amplio registro desde los imponentes veleros del siglo XIX que recorrían los océanos, pasando por los vapores y hasta las modestas chalupas y botes pesqueros de la costa; “Bahías, ciudades, playas y puertos”, que reúne las obras que vinculan el paisaje natural con el paisaje urbano, o dicho de otra manera, la forma en que los ciudadanos se relacionan con su mar, a través de actividades, habitabilidades y desplazamientos; y finalmente “Mujeres y hombres de mar”, que recoge los retratos de personas cuya principal actividad se vincula con el mar.
Haremos un repaso de algunas de estas obras, reseñadas en este libro, que además tiene la virtud no solo de ofrecernos esta narrativa particular en torno al mar de la colección Baburizza, sino que además de sumergirnos, mediante el diseño, en los detalles de las obras que a veces se nos escapan en la inmensidad del paisaje, gracias a las ampliaciones de fragmentos de obra que nos arrojan nuevas luces sobre el conjunto.
Como señalé anteriormente, en el capítulo “Mares y océanos” se reúnen obras que llamaríamos “marinas”, pinturas que buscan retratar la fuerza de la naturaleza oceánica y la particular luminosidad de la costa. Y en este segmento, no puedo dejar de destacar la obra “Marina de Valparaíso”, de Roko Matjasic, pintor del que hablé en el comienzo de esta presentación. Matjiasic, al igual que sus compañeros de generación Carlos Lundstedt, René Tornero y Chela Lira, pintó incansablemente el mar, las embarcaciones del puerto, el club de yates, los remolcadores, pero los roqueríos eran también parte de sus temáticas favoritas. En esta marina vemos cómo, siguiendo una impronta impresionista, Roko pinta una costa rocosa de la que podemos presumir una marea baja, por la exposición de las pequeñas piedras en la orilla e incluso suponer un atardecer, por la luz rojiza que ilumina el peñón que sobresale de las olas.
El pintor alemán Alf Tutt Madsen nos dejó este impresionante óleo del Cabo de Hornos, de fecha incierta pero probablemente registrado hacia fines de los años ’30, cuando el artista y marino mercante atravesó este furioso promontorio natural en su camino hacia Valparaíso. Tutt refleja aquí la ferocidad de las olas en el punto donde se encuentran dos océanos, pero es tal vez el color del cielo amenazante el que le otorga mayor dramatismo a esta pintura.
En el apartado de “Embarcaciones”, no podríamos obviar una de las obras más hermosas e impactantes de esta pinacoteca: “Naufragio frente a la baja”, de Desireé Chassin Trubert, tal vez una de las más logradas obras de un naufragio, por el enorme dramatismo que el pintor logró imprimir a su tela de 1886. No sabemos exactamente cuál es el barco escorado entre los roqueríos, pero sabemos que se trata del sector conocido como la curva de los mayos, desde donde se aprecia, al fondo, el cabezal de la bahía porteña. Al costado, en un camino de tierra, por donde décadas más tarde se extendería nuestra avenida España, dos solitarios espectadores contemplan el desastre. El cielo ominoso que pinta Chassin Trubert parece indicarnos que otra tragedia se cierne al mismo tiempo sobre la costa de Valparaíso, pues aquellas nubes enrojecidas no pueden si no hacernos pensar en los incendios que desde tiempos remotos asolan esta ciudad.
De forma completamente opuesta a la tragedia del naufragio, Luis Córdoba nos ofrece una reunión de embarcaciones que han llegado a salvo a la costa, sorteando la maldición de las tormentas. Se trata de “Regreso de las goletas pesqueras”, de 1961, donde vemos dos grandes embarcaciones y tres pequeñas lanchas regresando de la faena en el mar. En el embarcadero, les espera una multitud de personas, posiblemente dispuestas a comprar los productos de la pesca. Luis Córdoba fue un incansable retratista de los paisajes y personajes porteños y su obsesión por la actividad portuaria en particular quedó reflejada en varias de las obras que componen esta colección, obras donde destaca la luminosidad y claridad del color, en contraste con el tenor dramático y romántico de sus antecesores del siglo XIX.
Mauricio Rugendas, Enrique Swinburn y Thomas Somerscales fueron, entre otros, los grandes retratistas del Puerto y a ellos debemos algunas de las obras más célebres y conocidas del Valparaíso del siglo XIX, con una bahía atiborrada de barcos surtos y una bullente actividad en la orilla. En el capítulo “Bahías, ciudades, playas y puertos” podemos encontrar obras de estos grandes maestros, pero me gustaría destacar dos que muestran panorámicas distintas de la relación entre ciudad y costa. Una de ellas es “Caleta El Mermbrillo”, también del francés Desiree Chassin Trubert, quien nos entrega este maravilloso paisaje de la actual avenida Altamirano hacia 1882. Este óleo, pintado con infinita delicadeza, es pletórico en detalles de la vida cotidiana, que sirven asimismo como registro histórico de una época. Al fondo, vemos los carteles de Restaurant, Lunch y Mariscos, que nos anticipa ya la característica gastronomía y productos marinos frescos que ofrecerá la caleta hasta hoy. Los jinetes a caballo dan cuenta de una forma de transporte aún rústica y agreste, pues el camino de la avenida Altamirano, que conectaba con Playa Ancha desde el sur, mantendría esta apariencia rústica y a veces intransitable hasta avanzado el siglo XX. Al fondo, detrás de la caleta donde los pescadores recogen unas redes, vemos los primeros asentamientos, sin duda vinculados a la actividad de la misma caleta, tal como surgieron, décadas antes, los primeros poblamientos en torno al barrio puerto.
De Camilo Mori, fundador del museo junto a Augusto D’Halmar en 1940, encontramos esta “Bahía de Cumberland”, un paisaje tal vez menos conocido del insigne pintor porteño, a quien más se le reconoce por sus retratos. Este paisaje de Robinson Crusoe nos muestra una comunidad portuaria en ciernes, donde las escarpadas montañas de Juan Fernández marcan el límite de una bahía estrecha pero pletórica de vida y recursos. Mori remarca la intensidad de la agreste naturaleza de la isla resaltando con diversas tonalidades la geografía ruda de esas montañas que incluso parecen sobreponerse al mar. Unas modestas viviendas y dos o tres personajes que se pierden en la distancia dan cuenta de la soledad y el aislamiento de esta bahía isleña.
Finalmente, en “Hombres y mujeres de mar”, encontramos obras diversas, entre las cuales quisiera destacar esta “Marina” de Benito Rebolledo Correa, cuyo título tan simple no da cuenta de la riqueza de la obra. Al fondo, algo anónimas, dos personas aparecen recogiendo huiros. Es una actividad muy típica y tradicional de las costas chilenas, realizada especialmente por mujeres, para quienes estas pegajosas algas representan el sustento del hogar. Por esta zona del litoral urbanizado ya no vemos huireras ni huiros, pero basta salir un poco hacia caletas más sencillas, como Matanzas, en la región de O’Higgins, por nombrar solo una, y encontraremos que esta escena que pintara Benito Rebolledo con gran intensidad, sigue apareciendo en nuestras costas.
Y para terminar, tenemos esta obra del húngaro Ladislao Cheney, radicado en Chile desde 1930 y quien formó varias generaciones de pintores en la Escuela de Bellas Artes de Valparaíso. En esta obra de 1961, Cheney retrata la actividad de los pescadores en la Caleta Portales. El trazo grueso de la pintura refleja a la perfección la rudeza de la faena de estos hombres que, a pulso, suben el bote cargado por la arena. Las gaviotas que sobrevuelan rampantes la costa y el esfuerzo puesto por los pescadores dan cuenta de que la pesca ha sido buena. Otros más se acercan con su carga y un solitario pescador tira líneas hacia el agua, para capturar la cena o el almuerzo. Al margen de su belleza pictórica, esta obra de Ladislao Cheney da cuenta de una realidad que ya ha quedado en el pasado. La tecnología ha reemplazado el esfuerzo físico de los hombres de mar y, por cierto, la pesca hoy es una sombra de lo que era, gracias a la depredación exacerbada de los recursos.
El mar ha dejado una huella imborrable en la pintura y en los artistas, pero por alguna razón, el mar se ha alejado de nosotros en la pintura contemporánea. En el Valparaíso de hoy, pienso en Gonzalo Ilabaca, quien ha volcado parte de su obra a cuestionar y recuperar la relación de Valparaíso con el mar; en Loro Coirón, quien ha retratado afanosamente la vida de los habitantes del Puerto; en Cristian Castillo, quien ha problematizado la depredación de los recursos marinos. Pero tengo la sensación de que el mar como temática atraviesa una corriente en retirada. ¿Será que hemos dejado de verlo? ¿Será que hemos olvidado nuestra identidad de porteños? Recordatorios como el que nos ofrece este libro nos permiten volver a mirar, con nuevos ojos, nuestro mar.
Antes de terminar, quisiera destacar los textos preparados por Javier Muñoz, encargado de contenidos y colecciones del museo, que muy bien dan cuenta de lo que el lector encontrará dentro del libro
Marcela Kupfer
Periodista, directora diario La Estrella